La literatura en siglo XVII tenia que se utíl, por eso las obras tendran como objetivo de enseñar algo y predominaran en ellas la razon y no la emoción o la imaginación. Por eso nos vamos a encontrar escritores españoles que cultivan las poesia y el teatro pero en las que se pretende reflexionar y enseñar.
Los escritores mas importante del siglo XVIII son: Feijoo, Jovellanos, Cadalso, Meléndez Valdés (extremeño) Moratín (teatro) Iriarte y Samaniego (fabulistas).
Fábula de Tomás de Iriarte
El burro flautista
El burro flautista
Esta fabulilla,
salga bien, ó mal,
me ha ocurrido ahora
por casualidad.
Cerca de unos prados
que hay en mi lugar,
pasaba un borrico
por casualidad.
Una flauta en ellos
halló, que un zagal
se dejó olvidada
por casualidad.
Acercose a olerla
el dicho animal,
y dio un resoplido
por casualidad.
En la flauta el aire
se hubo de colar;
y sonó la flauta
por casualidad.
Oh! dijo el borrico:
¡qué bien sé tocar!
¡Y dirán que es mala
la música asnal!
Sin reglas del arte,
borriquitos hay
que una vez aciertan
por casualidad.
Definición de fábula:
La fábula es un relato breve escrito en prosa o verso, donde los protagonista son animales que ablan.
Las fábulas se hacen con la finalidad de educar, lo cual es la moraleja, esta normalmente aparece al final, al principio o no aparece porque se encuentra en el mismo contenido del escrito.
Epigrama de Iriarte
En Aries el año empieza,
en Piscis acaba el año:
de esta suerte almuerza carne
el sol, y cena pescado.
TOROS DE JOVELLANOS:
Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato, y también según el gusto y genio de las provincias que le adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica, y menos de aquella con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de templar, irritó la afición de sus apasionados, y parecía empeñarlos más y más en sostenerle, cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III lo proscribió generalmente, con tanto consuelo de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan las cosas por meras apariencias.
Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión, ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás; en otras se circunscribió a las capitales, y dondequiera que fueron celebrados lo fue solamente a largos periodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España, apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?
Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros desde muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa, ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres, criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es, pues, claro que el Gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios.
Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión, ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás; en otras se circunscribió a las capitales, y dondequiera que fueron celebrados lo fue solamente a largos periodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España, apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?
Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros desde muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa, ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres, criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es, pues, claro que el Gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios.